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  • Foto del escritorPablo Llanos

Cuento 4 - El gato blanco



1

No todos los días lavamos los platos; no vamos a mentir. A veces llegan visitas pero nadie se anima a decirnos nada sobre los platos sucios, los vasos usados en el escritorio al lado de la computadora, el pasto largo del patio, la ropa tirada sobre las sillas. Los pisos se llevan la peor parte: Emilia tiene malos recuerdos todavía de la sala de hospital. Esa noche habían desinfectado, habían usado lavandina, mucha lavandina. Emilia se descomponía cada vez que volvía a sentir ese olor.

Pero a veces a alguno de los dos se le daba por lavar los platos. Todos juntos, de una sola vez. Ella dejaba todo reluciente. Miraba por la ventana, se ponía seria, pensaba mucho, pensaba, ¿en el trabajo, en mí, en Gina?, no sé, pero se notaba que no podía dejar de pensar.

-No me lo vas a creer. Estaba acurrucado al lado del portón, casi lo aplasto con el auto -dije.

Lo tenía en mis manos. Era un gato bebé, todo blanco y de ojos celestes. Se había quedado quieto cuando me acerqué. Le abrí el portón y esperé a ver si entraba. El gatito dio varias vueltas, como pidiendo permiso, y luego entró con esos pasos lentos y torpes que dan los cachorros.

-Vení, no te voy a hacer nada -le dije.

El gato me siguió por el jardín frontal de la casa. Acerqué mi mano despacito para ver si se dejaba agarrar. Lo alcé y, al llegar a la ventana, se lo mostré a Emilia.

-Un gato blanco, como el de tu cuento -dijo ella.

Unos días antes había empezado a escribir una idea para un cuento. Yeny y Oscar, unos primos de Emilia, habían venido a visitarnos; se quedaron a merendar. No dijeron nada sobre la casa, pero yo notaba que estaban incómodos con el desorden. Se esforzaban por hablar todo el tiempo, para que no hubiera silencios. Nos contaron que andaban muy ocupados, la perra no se llevaba bien con la gata que habían adoptado, dos o tres veces por semana iban al veterinario. Problemas de territorio, dijo Yeny. La perra se había estresado y de los nervios se rascaba tan fuerte que se arrancó los pelos y dejó una parte de su piel al descubierto. La gata, en cambio, andaba por la casa como si nada, y hasta le usaba su cama cuando quería. Entonces me di cuenta de que ahí había una idea para un cuento. Un gato llega a la vida de alguien y le empieza a traer problemas serios, muy serios, le da vuelta la vida por completo.

-Sí, blanco, como el gato del cuento, pero este es buenito. Quiso entrar conmigo y se dejó agarrar -dije.

Emilia se secó las manos con un repasador y cerró la puerta.

-Beso -dijo y se señaló el cachete con un dedo.

Pero hice que el gatito le diera un beso. Ella se rió. Yo también. Ninguno de los dos nos dimos cuenta en ese momento. Después de mucho tiempo, estábamos los dos riéndonos.


2

-¿Qué le damos de comer?

-Ya debe comer balanceado, para gatitos.

-Me cruzo al negocio de López y le pregunto.

-¿Nos lo vamos a quedar?

-No lo vamos a tirar de nuevo a la calle.

-No, claro que no. Pero por ahí es de algún vecino -dijo ella.

No se me había ocurrido pensar eso. No somos de hablar mucho con los vecinos. Para que se den una idea, no sabemos todavía cómo se llaman los que viven al lado. Sabemos que son enfermeros, los vemos siempre con los ambos puestos cuando se van a trabajar, pero nada más. Espero que pase mucho tiempo para tener que ver un enfermero otra vez. Desde esa noche en que llegamos a la Maternidad, no sé cómo, con qué fuerza ayudé a Emilia a bajarse del auto. Me ayudaron dos enfermeros, me la sacaron de las manos prácticamente. Los seguí (un mostrador, una puerta, un pasillo), pero en un momento, me pararon, tiene que esperar, espere un minuto, lo vamos a llamar. Nunca se lo dije a nadie, pero cuando veo a los vecinos, en sus ambos impecables, así sea una mañana cálida y suene la radio en casa, no puedo evitar pensar en Emilia, la mancha de sangre en el colchón. Gina... Ginita.

-No sé, ¿qué hacemos?

-Hay que comprarle comida. Si viene alguien a buscarlo, se lo damos, pero, mientras tanto, tiene que comer -dije.

Volví rápido del negocio de López. Ella se dio vuelta al verme entrar.

-No me lo vas a creer -le dije otra vez.

-¿Otro gatito? ¿Dónde estaba?

-Al lado del portón. Deben ser hermanos. Seguro los dejaron abandonados a los dos.

Al segundo lo había encontrado mientras volvía con el alimento balanceado. Se lo pusimos sobre un platito. Tratamos de acercarlos, se olieron un rato, pero después siguieron “investigando” (así decía Emilia) por toda la casa. Al principio, no le prestaban atención a la comida. Se la señalamos, pero nos seguían a nosotros, como si no la vieran. Después la olieron una, dos, tres veces y se pusieron a comer. Con Emilia aprovechamos para sentarnos a almorzar. Tratamos de no llamarles la atención, pero la verdad es que no podíamos dejar de mirarlos.

-No los mirés, los vas a distraer.

-¿Qué hacen?

-Siguen comiendo. Ahí pararon. Ahí vienen.


3

-¿Traerán buena suerte? Viste que dicen que los gatos negros traen mala suerte. ¿No había ninguno más afuera? ¿Te fijaste bien?

-Sí, me fijé. No había nada.

Los pusimos en una caja de zapatos para ver si querían dormir un rato. Pero no paraban de llorar, así que los llevamos a la cama y los acostamos en medio de los dos. Estuvieron inquietos un poco hasta que se durmieron. Emilia me miró. Estaba sonriendo... No puedo explicarlo. Hay un gesto, un detalle de Emilia, algo que veo en la comisura de sus labios cada vez que sonríe. Hablábamos casi susurrando: ¿Se durmieron? Sí. ¿Cómo les vamos a poner? No se me ocurre. ¿Cómo se llama el gato de tu cuento? Rico. ¿Rico?

Todavía faltaban muchos detalles. Tenía el comienzo del cuento, la idea principal. Sabía que se trataba de un tipo que vivía solo. Que aparecía un gato blanco. ¿Por qué blanco? Una asociación literaria: no se puede escribir un cuento sobre un gato blanco sin que el lector piense en su contraparte literaria: El gato negro, de Poe. Era una historia similar. Un gato llega a la vida de una persona y cambia todo por completo. No muchos lo recuerdan, pero el gato negro de ese cuento de terror se llamaba Plutón. Resulta que, investigando sobre ese nombre, doy con que Plutón es un nombre griego, así lo llamaban al dios que reinaba sobre el inframundo. Significa “rico”, porque el infierno, para los griegos, estaba lleno de riquezas.

No sé en qué momento nos quedamos dormidos. Primero Emilia, después yo. Cuando nos levantamos, uno de los gatitos nos escuchó. Se movió apenas, pero se quedó con los ojos cerrados, hecho un bollito, con el hocico metido entre las patas del otro. Nos levantamos despacio para que no se despertaran y nos fuimos a la cocina.

Mientras nos preparábamos el té, le dije:

-Tengo que escribir ya la idea para el cuento, antes que se me vaya de la mente.

-¿Me querés contar?

-Se trata de un tipo, que vive solo, está deprimido, la casa es un desorden.

Emilia miró para todos lados, abrió las manos como si mostrara el lugar y sonrió.

-Pilas de platos sin lavar, la ropa tirada, libros y hojas por cualquier lugar.

-¿Y el gato?

-Una vecina se lo trae, le pide que se lo cuide, porque se va de vacaciones o tiene que viajar por trabajo, no sé.

-¿A un tipo depresivo le pide que le cuide el gato?

-No le queda otra, es la única opción, además ya se conocen de antes. La cosa es que, cuando pasan los días, el gato empieza a arruinar todo. Hace pis sobre los libros y las hojas. Se refriega y deja sus pelos sobre la ropa, araña las paredes...

-¡No! Es para matarlo. ¿Y después? ¿Qué pasa?

-El tipo tiene que empezar a acomodar y guardar todo, simplemente para que el gato no se lo arruine. Por momentos es monstruoso, el tipo lo odia, pero al final, después de quejarse y lamentarse por haber aceptado cuidarlo, se da cuenta de que gracias a él, se empezó a preocupar de nuevo por mantener la casa. Pudo salir de su estancamiento gracias al gato.

-¡Es un demonio!

-El problema es que no sé como sigue. Me gustaría que el hombre adopte al gato, o que se ponga de novio con la vecina, que pasen varios años hasta que el gato sea viejito. Pero no se me ocurre un final.

-Entonces no te pongas a escribir todavía, tenés que descubrir cómo termina, y ya sabemos qué hay que hacer para que vengan las ideas.


4

Nos dividimos las tareas. Emilia se encargó del baño. Yo empecé a lavar las tazas y, mientras miraba por la ventana, tuve de pronto la revelación: el final. El cuento debía terminar así: El personaje mira a Rico. El gato está acostado sobre la mesa del patio. Una mosca gira alrededor de la oreja. Usualmente la oreja se habría movido, por instinto, para espantarla. Pero esta vez no. Él se queda mirando al gato. Entonces se da cuenta. En ese momento, se da cuenta de que Rico ya no se va a levantar. Ni para comer ni para tomar agua ni para nada más. La cola deja de moverse. Su respiración se detiene. Todo quieto, quieto por completo.

-¡Hay otro gatito! -dijo Emilia.

Tardé en reaccionar. Me había interrumpido en medio de mis pensamientos.

-¿Cómo?

-Hay otro. Está acá en el baño, vino caminando solo.

Emilia vino a mi lado con un gato en la mano y me señaló los otros dos, en la cama, desperezándose.

-¿Y este otro de dónde apareció?

-No sé. ¿Cómo se habrá metido?

Quisimos salir a la calle para ver si había llegado desde ahí, pero escuchamos un ruido de un vaso contra el suelo. Corrimos a la cocina. Otro gatito blanco estaba en la bacha. Cuando nos agachamos a recoger los restos de vidrio, salió uno más de abajo de la mesa. Estaba como escondido, asustado.

-¿De dónde salen?

-No sé. Hay que agarrarlos, hay que llevarlos al patio.

Cayó un libro de la estantería. Un gato más apareció en el estante de arriba. Emilia corrió para abrir la puerta del patio y desde ahí dio media vuelta.

-No me lo vas a creer. Vení. Tenés que ver esto -me dijo.

Una cantidad incontrolable de gatitos comenzó a entrar por la puerta. Maullidos, tropiezos y pisadas. Todos del mismo pelaje, todos blancos, sin manchas. Todos pequeños, del tamaño de una mano. Como un enjambre de abejas que revolotean sobre un panal. Como las pepitas de oro que se acumulan en los ríos del Infierno. Emilia y yo nos abrazamos, junto al marco de la puerta, temblando de felicidad.


***


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