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  • Foto del escritorPablo Llanos

Cuento 3 - Semilla negra



Comienzos de octubre, seis de la tarde. Las nubes cubrieron el cielo de repente. La gente camina más rápido y, cada tanto, mira al cielo. Alguien se tropieza y pide disculpas. Unos chicos en la esquina se ríen y se dan un abrazo. Un taxi se detiene junto a ellos. Jerónimo los mira desde la vereda del frente.

-Parece que va a llover -dice la señora del kiosco.

-Eso estaba viendo.

-¿Quiere que le dé una bolsa para que ponga todo?

-Si tiene, mejor.

-Claro que sí, es lo menos que podemos hacer.

-Por favor.

-Es lo menos que uno puede hacer por un vecino. Lo que necesite pídanos, siempre estoy yo o mi marido atendiendo.

-Muchas gracias.

-Lo que necesite, en serio. Era una chica muy joven, lo siento mucho, quién se iba a imaginar.

Jerónimo agarra la bolsa y camina. A su lado, pasa una nena que muerde una manzana. Va de la mano de una mujer. La mujer tiene una campera roja. El pelo sobre la capucha. La campera roja, recuerda; Lucy tenía una igual, en su ropero. ¿Qué voy a hacer con toda su ropa?

Entra a la casa. Siempre le cuesta cerrar con llave desde adentro, pero esta vez no. Deja la bolsa en la mesa. La tele prendida. Un documental, a todo volumen. No se había dado cuenta al salir. Era un documental sobre Italia y la Edad Media. Ella odiaba ver documentales. Cualquier cosa, menos eso, decía. Prefiero el noticiero. Él solía verlos solo, cuando ella se iba. “La adivinanza de Verona”, dice la voz en off. El texto más antiguo en lengua italiana. Alguien lo había escrito en el margen de un pergamino. Como si tuviera que anotarlo rápido para no olvidarse. En la tele aparecen imágenes de manuscritos antiguos. Cuadros con figuras de monjes inclinados sobre sus pupitres. “La adivinanza de Verona”, dice otra vez la voz en off. La anota frase por frase, como si se la estuvieran dictando:


Guiaba a los bueyes.

Araba un campo blanco.

Tenía un arado blanco.

Sembraba semilla negra.


Se para frente al televisor unos minutos, con su cuaderno y su lapicera en las manos. Aún no dicen cuál es la respuesta. La voz en off ahora habla del latín y de las lenguas romances.

-Araba un campo blanco… sembraba semilla negra -dice él en voz baja, como si alguien fuera a escucharlo.

Comienzan los cortes de publicidad. Una por una guarda las cosas que compró: una lata de atún, un paquete de arroz, mayonesa, una caja de té. Apenas termina se deja caer en el sofá. Mira su celular, a ver si alguien le ha escrito. Revisa las llamadas perdidas y lo apaga. No quiere que lo molesten.

Vuelve a la tele. Pasa por otros canales, quiere ver otra cosa pero no hay nada interesante, así que vuelve al documental. Se queda pensando en la adivinanza. Sembraba semilla negra. Araba un campo blanco. De pronto, se acuerda. Blanco y negro. Una semilla negra. La reina no está. Se levanta de nuevo. En la tele, sigue la publicidad.

Camina hacia la habitación: todo sigue armado, tal como lo había dejado ella. Va hacia el ropero. Están sus vestidos, su olor. Es la primera vez que los ve desde que ella no está. Unos días atrás creía que iba a llorar al verlos, o que sentiría ganas de abrazarlos, pero no. Nada de eso le pasa.

Busca el cajón con sus cosas. Saca un álbum de fotos, después un libro, después unas cartas. Recién al fondo lo encuentra: el tablero de ajedrez plegado en forma de caja. El tablero con el que solían jugar en sus primeros años, cuando apenas se estaban conociendo. Luego, fue a parar a una caja. Y la caja, adentro del ropero. Casi siempre le ganaba ella. Jaque mate, decía. Y le guiñaba el ojo.

Adentro del tablero estaban las fichas, pequeñas, muy pequeñas. Alisa el cubrecama con las dos manos, mientras recuerda la adivinanza. Guiaba a los bueyes. La cama está bien tendida, como la dejaba ella siempre. Impecable, salvo por la mancha oscura en una de las puntas. ¿Qué habrá sido? ¿Café? ¿Pintura de uñas? Pone el tablero sobre la cama y lo arma. Araba un campo blanco. Primero, las fichas blancas. Tenía un arado blanco. Luego, las fichas negras. Como recordaba, están incompletas. La reina no está. En lugar de la reina ella usaba una semilla que había pintado de negro. Sembraba semilla negra. Nunca había visto una semilla así. Brillaba como si la hubieran pulido. ¿De qué planta sería? ¿Qué voy a hacer con todas sus plantas?, piensa. Desde el comedor le llega otra vez la voz en off del documental.

Otra vez la voz dice la adivinanza. Luego, revela la solución. Los bueyes representan los dedos. El campo blanco, la hoja o el pergamino. El arado blanco, la pluma, y la semilla negra, la escritura. Copia la respuesta en letras mayúsculas en su cuaderno. La semilla negra es la escritura.

Era como un chiste, pensó. La primera escritura en esa lengua era una adivinanza, y la respuesta de esa adivinanza era la misma escritura. Entonces se imagina explicándoselo a Lucy. Ella sonríe y dice:

-Todas las adivinanzas son iguales.

Él escribe en su cuaderno lo que ella dice.

-Siempre se dice algo pero se quiere decir otra cosa.

-No entiendo, Lucy, no entiendo -dice él.

-Siempre se dice algo para no decir otra cosa.

Él anota sus palabras, como si ella estuviera de verdad allí, dictándoselas.

-Y lo que importa es eso que nunca se dice.

Él la mira.

-Jaque mate -dice ella y le guiña un ojo.

Jerónimo pone la pava para prepararse un té. Mientras espera que el agua hierva, lee lo que escribió. Luego, revisa las anotaciones de su cuaderno, cuidadosamente ordenadas por número. Revisa hoja por hoja, hacia atrás. Hasta que ve en un margen la letra de ella. Era un poema de William Carlos Williams, un escritor estadounidense que a Lucy le encantaba:


Sólo para decirte

Que me comí

las ciruelas

que estaban en

la heladera

y que

probablemente

guardabas

para el desayuno

Perdóname,

estaban deliciosas

tan dulces

y tan frías.


Toma su té, despacio, y lee una y otra vez el poema. ¿Se acordaba de cuando ella lo había copiado? Era un día de primavera, ella le había regalado el cuaderno y el poema. Ojalá tuviera una forma de comunicarse, piensa. Ojalá pudieras leer este cuaderno como lo hacías siempre. Así podría preguntarte por la reina negra. Lo anota: “la reina negra no está”.

Sale al patio y se queda parado. Ya puedo sentir el olor de la lluvia, piensa Jerónimo. Gira como para volverse, pero se detiene. Siente que debe quedarse en el patio, Lucy decía que era su lugar favorito de toda la casa. Se queda mirando las columnas de la galería. Las sillas llenas de tierra, la mesa del patio, su sombrilla cerrada, sucia y rota. Culpa mía, ya sé. Siempre me decías que había que cambiarla y yo te decía que después, que cuando tuviera tiempo lo iba a hacer. Se mete las manos en el bolsillo. Se queda mirando los árboles. El sauce, el jacarandá, el ciruelo. ¿Vas a pasar todo el día con esas plantas?, te decía. Y vos me mirabas y no me decías nada. ¿Por qué no hacemos otra cosa? Otra cosa. Otra cosa, Lucy. Ahora me pasaría todo el día con vos cambiando la tierra de las macetas, las regaría a tu lado. Cuidaría todas las macetas, vería crecer las plantas, no dejaría que ningún insecto de mierda se le acercara, sería el mejor jardinero del mundo, Lucy, el mejor. Seguramente ahora voy a hacerlo, lo voy a hacer por vos, porque quién se va a encargar de hacer las cosas que solamente vos hacías, quién más las va a hacer ahora que no estás.

Silencio. La luz de la tarde empieza a cambiar de color. Jerónimo se acerca al ciruelo y corta una fruta, la primera que ve, la que tiene más cerca. Sólo para decirte que me comí las ciruelas. La lava en la canilla del patio, se sienta en el cantero y la come. Y que probablemente guardabas para el desayuno. Piensa en el color de la fruta, y se le viene un recuerdo. Te habías probado un vestido nuevo, te habías pintado los labios. Te asomaste por la ventana cerrada que da al patio. Tu beso en el vidrio, tu rouge ciruela en el vidrio. Perdóname, estaban deliciosas. Se queda pensando en ella, ella, su letra negra sobre el margen del cuaderno, sus dedos que agarran las fichas de ajedrez. Tan dulces. Y tan frías. Seguramente te haría muy feliz verme cuidando tu jardín. Prometo hacerlo. Y lo haría todo con tal de que seas feliz. Donde sea que estés ¿Pero cómo voy a saber? ¿Cómo voy a saber, Lucy? ¿Cómo me daría cuenta de que tuvo resultado? ¿Cómo me daría cuenta de que sos feliz?

Jerónimo mira en su mano el corazón de ciruela.

Da un último mordisco.

Lo mira otra vez.

Lo hace girar entre sus dedos mientras camina.

Busca una tenaza y corta la punta del corazón.

Hunde sus uñas, con cuidado, en la cáscara.

Lo abre en dos.

La semilla no está.

Jaque mate.


***



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