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Cuento 1 - "El cerezo y el jacarandá"

Foto del escritor: Pablo LlanosPablo Llanos





Volví al vivero a la semana siguiente. Habían puesto un cartel nuevo en la entrada: VIVERO DE TATSUGORO Y MINEKO. Los dos habían nacido en Argentina. Sus padres eran japoneses pero se conocieron acá. Creo que me contaron una vez esa historia, pero sinceramente no les presté atención.

Tatsu salió a recibirme. Tenía puesta una musculosa blanca, de esas que se usan debajo de la camisa, y un pantalón ancho de tela gruesa. Toda la ropa rasgada por espinas.

Me dio la mano y me hizo pasar.

-¿Cómo van las clases de lengua? ¿Conseguiste trabajo? -me preguntó.

Siempre me generaba una sensación extraña ver su rostro oriental, arrugado y noble, y a la vez escuchar su perfecto español, que había aprendido desde chiquito.

-Todavía no. Estoy esperando que me llamen de algún colegio.

-Ya vas a conseguir, no te preocupés -me dijo.

Pasamos directo a la cocina. Mineko me saludó y me ofreció una taza de té. Siempre sonreía y me preguntaba por las plantas que había comprado. Se acordaba de todo y no se le pasaba ningún detalle. Tatsu preparó unas tostadas y sacó de la heladera un frasco de mermelada casera.

Merendamos los tres y charlamos un poco de todo. La semana anterior había ido a comprar unos helechos para regalarle a mi tía. Tatsu me contó que estaba escribiendo un libro sobre el cuidado de los árboles, que escribía a mano, que apenas tenía un momento libre en el trabajo avanzaba todo lo que podía.

Hacía varios años que venía escribiendo y ya estaba por terminar. Pero necesitaba ayuda con la corrección. Como sabía que yo no tenía trabajo, me había pedido que aprovechara. Además, me venía bien tener una excusa para salir de mi departamento.

-Cuando quiera, comenzamos -le dije.

Mineko se fue al patio y Tatsu trajo un cuaderno amarillo Rivadavia, de esos que usan para la escuela primaria. Estaba lleno de dibujos y anotaciones. Su letra era grande y prolija, como si dijera “presten atención, estoy escribiendo esto para que todo el mundo lo lea”. Se aclaró la garganta. Sacó un lápiz del bolsillo de atrás. Apoyó su codo sobre un palo de rastrillo y comenzó a leerme lo que había escrito.

-“No hay tarea más noble que cuidar un árbol”.

Mientras hablaba, sus manos se movían de un lado a otro, como si hicieran dibujos en el aire. Siguió leyendo:

-“Es un esfuerzo invisible e incesante. Avanzar todos los días, sin que nadie lo elogie ni lo ordene. Solamente buscamos cumplir nuestra tarea del mejor modo.” ¿Voy bien?

-Yo diría “Es un esfuerzo invisible, incesante”. Con coma. Después “Todos los días, sin que nadie lo elogie, sin que nadie lo ordene”, para continuar con el ritmo de la oración anterior.

-Bien, así me gusta más.

-Y, en la última oración, pondría “manera” en vez de “modo”.

-“Solamente buscamos cumplir nuestra tarea de la mejor manera.”

-Sí, así está mejor.

-Perfecto, sigo. “Se trata de confiar, porque el resultado no se ve instantáneamente”. ¿Ahí sería mejor poner “al instante”, ¿cierto?

-Sí, sería mejor.

-Bien, ya entiendo. Hay muchas formas de decir lo mismo. Pero todo se trata de tomar decisiones, ¿no?

-Claro, con cada decisión que uno toma, va dándole forma al texto.

-Entiendo. ¿Y vos estás escribiendo algo?

-No, ahora no. Hace tiempo que trato. Todos los años empiezo un proyecto nuevo, pero nunca puedo terminar nada.

-Tendrías que intentarlo, ahora que tenés más tiempo libre -dijo Tatsu sonriendo.

Después se levantó y sacó de una estantería una caja llena de cuadernos iguales al que tenía en sus manos.

-Igual, te aviso que tanto tiempo libre no vas a tener. Me vas a escuchar leerte varios días.

-¡Tatsu! ¿Cuántos cuadernos tiene ahí?

-Treinta. Justo antes de que llegaras hoy, estaba terminando de escribir el último capítulo. Es sobre el cuidado del cerezo. Ahí pongo todo lo que me enseñó mi padre sobre ese árbol, desde que yo era chico.

Mientras me decía esto, yo agarraba los cuadernos uno por uno y los hojeaba. Cada cuaderno estaba dedicado a un árbol: jacarandá, albaricoque, duraznero, cerezo.

-¿Alguna vez viste un cerezo? -me preguntó.

-Creo que no. No debe haber muchos acá.

-No, pero seguro conocés uno que se le parece. El jacarandá. Los dos árboles cuando florecen, son hermosos, imponentes. Sólo que las flores del jacarandá son violetas generalmente. Hay uno acá, en el vivero, pero no dejo que nadie lo vea.

-¿Por qué? ¿Dónde está?

-Está al fondo. Esa parte del vivero no está en condiciones. Pero ahora que vas a venir seguido por acá, estaba pensando, podés ayudarme a arreglar el jardín del fondo y a curarlo.

-¿Está seguro? Mire que no sé casi nada de árboles; apenas soy un profesor de lengua. Vivo solo y no tengo más que un par de plantas en mi departamento.

-¿Vivís solo? Y esa mujer que…

-Nos separamos. Ya no vive más conmigo. Desde que me quedé sin trabajo, las cosas se pusieron muy feas.

Tatsu hizo la cabeza hacia atrás y puso la boca como si fuera a pronunciar una “o”.

-Entonces vas tener más tiempo para ocuparte del árbol -me dijo.

Los dos nos reímos.

Caminando atravesamos el jardín. Tatsu iba explicándome cómo estaba ordenado, qué plantas tenía en cada sector, de dónde se las habían traido, cuáles se vendían más, cuáles eran las más difíciles de cuidar.

-Y este es el patio del fondo -dijo.

Abrió una especie de tranquera que casi no se sostenía y pasamos. Entonces vi todas esas ramas secas, el suelo lleno de astillas, excrementos de gatos y restos de arena de alguna construcción vieja. Y, en el centro, un pequeño jacarandá, casi muerto.

Yo había visto árboles de ese tipo, muchas veces. En varios barrios de la ciudad, en las veredas y en las plazas. Pero nunca había visto uno en ese estado. No entendía por qué lo habían abandonado así.

-¿Sabés por dónde empezar?

-No, sinceramente no sé.

-Primero hay que sacar las ramas secas. Después, una poda rápida. Hay que bajarle un poco la altura, para que no se le dificulte la irrigación hacia arriba.

Tatsu se acercó al árbol y se quedó un rato pensando. “Mirá acá, acá y acá” dijo. Y, en cada ocasión, señaló con la pinza una rama diferente.

-Todas esas ramas hay que sacarlas. El corte debe ser limpio: así.

Para explicar ponía su mano como si fuera una sierra y me mostraba el movimiento en el aire.

-¿Se entiende?

-Sí. ¿Y la poda siempre se hace en invierno?

-Casi siempre a mediados del invierno. Es la época donde hay menos savia en las ramas.

-Y esas manchas amarillas que tienen las ramas y las hojas, ¿qué son?

-Hongos.

-¿Hongos?

-Sí. Si uno no cuida los árboles en la época de crecimiento, los agarran los hongos. Siempre pasa.

-¿Pero qué pasó, Tatsu? Entiendo que el jacarandá está en el fondo del vivero, y no toda la gente que entra a ver llega hasta acá. Pero debería estar igual de cuidado que los rosedales de la entrada, ¿no le parece?

-Sí, sí -respondía Tatsu, siempre con una sonrisa.

-Si alguien entrara y viera cómo está esa parte del jardín, seguramente no vuelve más. Hay que cuidar todos los árboles por igual.

-Sí, claro, eso mismo estaba pensando. Por eso te pido que te encargués de él. Ese jacarandá, con un buen cuidado y las condiciones necesarias, puede crecer hasta más de diez metros de alto.

-¿Diez metros? Pero este apenas llega a mi altura, le va a costar.

-Sí, pero va a crecer. Esperame un segundo.

Tatsu se fue y luego regresó con uno de sus cuadernos. Me mostró dibujos del jacarandá y varias listas con cuidados y observaciones que había aprendido leyendo y dialogando con otras personas.

-Tendría que leer todos sus cuadernos para aprender todas las técnicas -le dije.

-Si se tratara solamente de aprender técnicas, sería muy fácil. Es mucho más..

-¿Mucho más?

-Sí. Yo también cuando tenía tu edad creía lo mismo, que si estudiaba todo iba a ser el mejor jardinero. Pero mi padre fue simple y contundente. No era un tipo de muchas palabras. Una vez me llevó frente a un cerezo que teníamos en nuestra casa. En ese momento, era un tronco así de chiquito. Y me dijo algo que nunca me voy a olvidar.

-¿Qué te dijo?

-No hablaba muy bien español, solamente dijo “seca árbol, seca vida”. Yo lo miré y el repitió, como si me retara, “seca árbol, seca vida”. Y no me dijo nada más. Se fue y me dejó solo frente al cerezo. Entonces me puse a trabajar. Cubrí el tronco para protegerlo del frío del invierno.

-Increíble, eso me gustó. Me dieron ganas de escribir un cuento con esa escena.

-Tendrías que escribirlo. Me encantaría leerlo. ¿Y cómo pondrías esa frase? ¿Cómo queda mejor?

-Así, tal cual la dijo su padre.

-“Seca árbol, seca vida”. Florece árbol…

Hizo una pausa, esperando que yo completara la frase.

-Florece vida.

-Perfecto, joven. Está todo listo entonces. Ahora te dejo solo para que trabajés tranquilo.

Eso dijo.

Luego, me dio una palmada en el hombro y se fue.

Me dejó solo. Solo frente al jacarandá.

Me arremangué la camisa y comencé a sacar las ramas secas con mis manos. Usé la sierra tratando de hacer cortes precisos como Tatsu me había dicho. Levanté los restos de ramas y demás cosas que había alrededor del árbol. Los metí en una bolsa de residuos y cuando volví a mirar el jardín y el jacarandá me dio la impresión de que seguían igual que antes. Me puse de nuevo a sacar ramas, con las manos, con la sierra. Mientras metía estas ramas en la bolsa, miré otra vez la copa del árbol. Y seguía estando igual. ¿Dónde se había metido Tatsu? ¿Por qué me había dejado ahí, solo?

Entonces entendí. Entendí todo.

Ese jardín era mi vida.

Mi vida.

Ese árbol era mi árbol.

¿Qué había hecho? ¿Por qué me había descuidado así? ¿Cómo dejé que se me pasaran los meses y los años sin reaccionar? ¿Qué oscuridad lleva a un hombre a dejar que su vida se eche a perder de esa manera?

Me acerqué al jacarandá y lo abracé. Lo abracé y apoyé mi frente sobre el tronco. Lo abracé fuerte, mientras lloraba. Como alguien que encuentra a su perro, después de que estuvo perdido durante días. Como alguien que abraza a sus padres, porque sabe que no va a verlos por un tiempo. Lo abracé y no lo solté. Lo abracé hasta que me cansé de llorar.

Antes de que me vieran, me sequé las lágrimas y me puse de pie.

Cuando me fui, saludé a Tatsu y Mineko hasta la semana siguiente. Tatsu me dio su caja de cuadernos para que comenzara a leer en esos días.

Estaba nublado y, mientras caminaba para volver a casa, veía los árboles de las veredas y las plazas. Era como si nunca antes hubieran existido.

En mi departamento, entre el desorden de libros y papeles, abrí la caja y saqué los dos cuadernos que habían quedado arriba. Cada uno tenía el nombre de un árbol sobre la tapa: “el cerezo” y “el jacarandá”. Agarré una hoja y escribí ese título para un cuento. Imaginé que comenzaba a escribirlo. Imaginé que lo corregía. Imaginé que lo terminaba. Imaginé la sonrisa de Tatsu.


***




 
 
 

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